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La infancia perfecta: Por qué perjudica a sus hijos

La infancia perfecta: Por qué perjudica a sus hijos

"Es hora de afrontar la realidad. En su afán por ofrecerles a los niños las condiciones para que tengan una infancia maravillosa y se sientan felices, seguros y exitosos, muchos padres y maestros se van a los extremos".

La infancia perfecta: Por qué perjudica a sus hijos

Los comentarios que los maestros solían anotar con tinta roja en las tareas y los exámenes escolares, antes considerados aleccionadores porque lo llamativo de ese color obligaba a leerlos, están pasando a la historia. En muchos lugares, las escuelas están cambiando el apremiante color rojo por tonos como el azul y el morado. “Mis alumnos de primer año se asustan cuando ven algo escrito en rojo”, afirma McGhie Calahan, maestra de Crossville, Tennessee. “Yo uso tinta azul o negra para anotar comentarios. Son colores menos agresivos”.

 

En un torneo deportivo al que mi hijo, Charlie, asistió cuando tenía seis años, le dieron un trofeo solo por participar. Todos los chicos recibieron un trofeo, cada uno por un mérito distinto. El que recibió Charlie, que entonces era un poco desaliñado y no se ataba bien los cordones de los patines de hockey, fue por “pulcritud”.  

Como a casi todos los niños de edad preescolar, a Will Theodore, de Westford, Massachusetts, le gusta hacer dibujos, en especial para su mamá, Jennifer. Al principio ella alababa  efusivamente cada una de sus creaciones. Todos los dibujos le parecían ingeniosos, asombrosos, verdaderas obras de arte. Un día, después de garabatear unas cuantas líneas en un papel, el niño, de cuatro años, se acercó a ella y le dijo: -Mira, ¿no es hermoso?

Es hora de afrontar la realidad. En su afán por ofrecerles a los niños las condiciones para que tengan una infancia maravillosa y se sientan felices, seguros y exitosos, muchos padres y maestros se van a los extremos. Decididos a hacer cualquier cosa (lo que sea) con tal de que sus hijos tengan una vida mejor, muchos padres caen  en el engaño de que se puede crear una infancia perfecta. A esos hombres y mujeres se los llama “padres helicóptero” porque todo el tiempo revolotean sobre sus hijos y les organizan la vida hasta en el menor detalle. Creen con fervor en el mito de que la autoestima de un niño depende de que jamás sufra la más mínima adversidad, frustración o contratiempo. Pero contra lo que piensan muchos padres y maestros, esa manera de criar a los niños —tratar de evitar a toda costa que sufran—, causa más daño que beneficio. “Todos los padres amamos con locura a nuestros hijos, pero cuando los idolatramos —e idealizamos— no les hacemos ningún favor”, dice Betsy Hart, residente de la zona de Chicago, quien tiene cuatro hijos y es autora del libro It Takes a Parent (“Se necesita un padre”). De hecho, estas buenas intenciones suelen tener justo el efecto contrario.

Los niños no pueden descubrir sus potencialidades ni sentirse satisfechos de sus logros si les prodigamos elogios falsos que solo les hinchan el ego y les impiden tomar conciencia real de lo que son y lo que pueden hacer. Hay firmes pruebas científicas de que los elogios inmerecidos pueden ser perjudiciales a la larga, sobre todo para los adolescentes ingenuos e influenciables. Es más, los niños que tienen padres sobreprotectores y que los ayudan todo el tiempo no desarrollan el temple, el arrojo y las habilidades necesarias para resolver los inevitables problemas de la vida.  

“Los errores son experiencias que preparan a los niños para el futuro”, señala el doctor Robert Brooks, profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Harvard y coautor de varios libros sobre la crianza infantil. “Cuando los padres acuden al rescate de un niño y hacen las cosas por él, el mensaje que le transmiten es éste: ‘No creemos que seas capaz de resolver las cosas. No estamos seguros de que puedas salir adelante solo’”. Otros expertos coinciden con él: para tener una vida plena y ser competentes en la edad adulta, los niños necesitan la libertad de cometer errores con más frecuencia. Solo así aprenderán a triunfar.

• El problema de la sobreprotección

Se les ve por todas partes: padres bienintencionados pero exigentes y arrogantes que arman alborotos tremendos en las escuelas y en las canchas deportivas. En algunos distritos escolares se ha vuelto común que esos padres autoritarios presionen a los maestros para que cambien calificaciones. “¡Mi hija ya tiene ocho años!”, dicen. “¡Solo le faltan 10 para que vaya a la universidad!” Los entrenadores y directores de otras actividades extraescolares se enfrentan a lo mismo. Sharon Czelusniak, entrenadora de fútbol femenino infantil desde hace ocho años en Queens, Nueva York, cuenta una experiencia: “Tuvimos que lidiar con muchos padres que querían que sus niñas jugaran solo de delanteras, aunque nuestro método consiste en enseñar a las pequeñas a jugar en todas las posiciones”.    

Los padres y madres que pelean tozudamente por calificaciones perjudican no solo a los niños, sino a todo el sistema escolar. Algunos estudios muestran, por ejemplo, que los problemas de “relación con los padres” son una de las principales razones por las que los maestros novatos deciden abandonar las aulas para dedicarse a otras profesiones que, según ellos, les resultan menos desquiciantes.

“La generación del milenio (los nacidos en los años 80 y 90) es la más sobreprotegida y vigilada de la historia de los Estados Unidos”, afirman Neil Howe y William Strauss en su libro Millennials Rising (“El despertar de los hijos del milenio”). Por diversas razones, sus padres, que son de la generación de la posguerra, y otros adultos no han dejado de vigilarlos desde que nacieron (confieso con vergüenza que eso mismo hice con Charlie). Aunque nadie recomienda que volvamos a los tiempos de las orejas de burro y los castigos en un rincón, tratar de no herir el ego de los niños puede llevarnos a exagerar. La doctora Elisabeth Guthrie, coautora de The Trouble With Perfect (“El problema de la perfección”), se cuestiona:“Cuando un niño contesta mal una pregunta en la escuela, ¿en verdad le sirve de algo que su maestro le diga: Ésa es la respuesta correcta a otra pregunta?”. Si las tablas de multiplicar o la capital de Angola están abiertas a la interpretación, ¿qué pueden aprender los niños? Cuando no hay respuestas erróneas y cuando la disciplina y el esfuerzo parecen relativos, ¿para qué molestarse en estudiar? (Por cierto, la capital de Angola es Luanda.)  

¿Cómo pueden los padres ayudar a sus hijos sin revolotear sobre ellos como helicópteros? Para empezar, los expertos aconsejan ser realistas respecto a las habilidades de los niños y ser más honestos con ellos. Según el neuropediatra Mel Levine, “los chicos necesitan ser capaces de evaluar sus fuerzas y debilidades a fin de mejorar su desempeño”. Para ello, requieren comentarios claros y aliento realista por parte de los adultos a quienes respetan. Levine afirma que la autoevaluación cobra particular importancia entre los 11 y los 20 años.  

Estudios recientes sobre el desarrollo neurológico muestran que durante esa etapa madura la región frontal del cerebro y se fortalecen aún más las conexiones neuronales. Cuando esa parte del cerebro comienza a especializarse, los niños y los adolescentes empiezan a explorar sus intereses y pasiones, a concentrarse en ellos y a buscar un campo de actividades que los lleve a obtener logros toda la vida y a la verdadera autoestima. Lo que menos necesitan durante esa etapa son datos falsos.  

• Las pistas que nos dan los chicos

  “La supervivencia humana siempre ha dependido de la información que recibimos del entorno en respuesta a nuestras acciones”, señala Russell Barkley, profesor de psiquiatría de la Universidad Estatal de Nueva York, en Syracuse.  

Cuando estamos haciendo mal las cosas, agrega, nuestro cerebro se da cuenta de inmediato “y envía un alud de advertencias: ‘Esfuérzate más’, ‘Haz otro plan’ o ‘Detente, estás cometiendo un error’ ”. Literalmente, no podemos engañarnos (ni dejar que nos engañen) y creer que todo está bien cuando no lo está. Así que “los niños no obtienen ningún provecho cuando se les dora la píldora”, concluye Barkley. 

  Como descubrió Jennifer Theodore, la madre de Will, si elogiamos más de la cuenta puede salirnos el tiro por la culata. “Ahora —señala—, en vez de decirle a mi hijo que todo lo que hace es una obra de arte, lo desafío diciéndole: ‘¿Qué más puedes hacer?’ O discutimos por qué nos gustan más unos dibujos que otros. Todavía es pequeño, pero está aprendiendo a esforzarse para hacer bien las cosas”.

  Según los expertos, esto les sucede a todos los niños. Cuando no realizan bien algo, no tardan mucho en darse cuenta. “Los chicos, aun los más pequeños, tienen una asombrosa habi-lidad para descubrir la verdad”, dice la doctora Guthrie.

  Sin embargo, cuando un padre interviene, la conciencia que el niño tiene de sí mismo se altera y esto le impide percatarse de sus fallas y sus limita-ciones. “Los padres que exageran pueden menoscabar la participación del niño en el desarrollo de sus propios procesos mentales”, explica Laura Berk, profesora de psicología de la Universidad Estatal de Illinois.

  En vez de intervenir de manera resuelta e inmediata, los padres deberían esperar y mantenerse atentos a las pistas que los niños dan cuando requieren ayuda.  Los psicólogos llaman “andamiaje” a este apoyo diferido o latente. “Existe una necesidad humana universal de dominar tareas sin ayuda, un impulso de superación”, dice Berk. “Cuando los padres traspasan los límites, corren riesgo de afectar la motivación natural de sus hijos”. Como adultos, nuestro trabajo más bien consiste en asegurarnos de que los niños sepan que esperamos que se esfuercen y alcancen metas. Algunas de las expresiones de los más pequeños reflejan la necesidad innata de autonomía. “Yo solo” y el tan conocido “¡No!” significan “Quiero hacerlo yo aunque me salga mal” (los padres, por supuesto, suelen verse obligados a ayudarlos en la mayoría de las ocasiones). A partir de los 18 meses de edad, los niños muestran sus impulsos innatos y necesidades de competencia diciéndose palabras motivadoras en voz alta. “Cuando uno escucha a escondidas esa charla privada —dice la profesora Berk— se entera de lo que al niño le parece un desafío, lo que quiere dominar”. Al llegar a la edad preescolar, esa conversación se transforma en un soliloquio mental.  Pero no pierde fuerza ni valor: la comunicación con uno mismo sigue siendo una importante herramienta de autocontrol. En muchos casos, el principal mensaje de la voz interna es Yo puedo hacerlo. Lo voy a intentar. Los padres arman ese andamiaje de optimismo en sus hijos cuando exteriorizan ante ellos sus pensamientos positivos y demuestran en su presencia sus estrategias cotidianas. Por ejemplo, una madre podría decirle a su hijo: “Ésta es una receta difícil. Lo mejor será que comience por picar todas las verduras”.

• Conservar la cercanía

Si los padres renuncian al mito de la infancia perfecta, los hijos pueden obtener algo mejor: una buena infancia . Eso está intentando lograr Tameka Watkins, de Daphne, Alabama, quien parece tener una aptitud natural para la maternidad. Todas las noches se sienta junto a su hijo, Cornelious, de 10 años, a supervisar que haga la tarea, pero no lo ayuda; se limita a escuchar con atención mientras él le cuenta lo que está aprendiendo. Según un informe del Proyecto de Evaluación Nacional del Progreso Educativo, de Estados Unidos, los alumnos como Cornelious, que hablan en casa sobre sus estudios, sacan mejores calificaciones en lectura en promedio. La oportunidad de comentar y reflexionar sobre los conocimientos y destrezas que adquieren en clase les servirá a estos estudiantes aplicados durante toda su vida escolar. Mientras Cornelious ayuda a su madre a levantar la mesa, le cuenta lo que piensa. Algunas veces el tema es su sueño de llegar a ser policía algún día. Tameka estimula esa visión del futuro de su hijo y la relaciona con sus logros en el presente. “Los policías tienen que resolver problemas, ¿sabes?” —le dice—, como tú resolviste problemas en la clase de ciencias”. Y cuando el chico visita a su madre en su trabajo como técnica en acondicionamiento físico, el entusiasmo que ella pone en sus tareas le da un ejemplo de buen desempeño en la profesión que eligió. Tameka es lo que Robert Brooks llama “un adulto carismático”: una persona que ayuda al niño a aprender cosas significativas sobre sí mismo. “Esta atención afectuosa permite a los chicos desarrollar fortaleza interna y una mentalidad adaptable”, dice. En vez de elogios excesivos, sobreprotección y ayuda constante por parte de su madre, Cornelious está recibiendo atención, comprensión, apoyo y el mejor regalo de la infancia: la oportunidad de ser él mismo.  

Por Judsen Culbreth

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