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Columna de Paola Delbosco

El sentido de la fiesta

Si la vida humana se agotara en el trabajo, probablemente la historia no nos mostraría las riquezas artísticas de tantas civilizaciones pasadas. La idea es captar el valor profundo de la celebración, que no está en las cosas, sino en la presencia de las personas, de su amor recíproco, de la alegría que esas presencias nos producen.

Si la vida humana se agotara en el trabajo, probablemente la historia no nos mostraría las riquezas artísticas de tantas civilizaciones pasadas, ni el tesoro literario de autores que han interpretado la realidad desde su experiencia personal o según una arraigada tradición de su pueblo. No tendríamos cantos, música y danzas; no habría nada que hiciese de la vida algo que valga la pena. Sin embargo tampoco nos alegraríamos si en la vida sólo se tratara de pasar de fiesta en fiesta, como es evidente para aquella minúscula porción de personas que sí viven como "de fiesta en fiesta", que se alegran con dificultad, y buscan alternativas elevando desmedidamente el nivel de lujo y extravagancia, siempre a la espera de un estímulo que se les escapa continuamente.


Seguramente el ser humano necesita de la dimensión festiva en su existencia, pero la fiesta tiene sentido y lo alegra realmente cuando es "algo excepcional". La fiesta, la celebración, no pertenecen al orden de lo cotidiano, pero necesitan apoyarse en la vida de todos los días, en el esfuerzo del trabajo productivo, en la necesaria rutina de la existencia humana, para que su sentido aparezca, sobre ese trasfondo gris, como algo nuevo y magnífico.

Las fiestas más alegres son las de la gente que interrumpe por ellas el trabajo de todos los días, y allí celebra el sentido de la vida, como si descubriera de nuevo que el destino del hombre no es solamente comer, cansarse y dormir, sino también y sobre todo entender el milagro de la existencia y celebrarlo. La alegría es una pasión no tan fácil de desencadenar: nos habla de una plena adhesión a lo que nos rodea, y en sentido amplio, una adhesión a lo que existe. Por ejemplo, reflexionemos sobre el sentimiento intenso que experimentamos al subirnos a una montaña: desde la altura se nos abre ante los ojos un extraordinario panorama, que por un lado nos supera totalmente por su inmensidad, pero que también de alguna manera poseemos, porque lo estamos contemplando.

Precisamente en esa contemplación entenderíamos que estamos frente a una forma de alegría, pues esa visión nos dilata el corazón y lo llena de una plenitud especial: somos chicos pero estamos en presencia de algo grande, de cuya magnificencia participamos a través de nuestra capacidad de comprensión. Sentimos en ese momento que pertenecemos al mundo y que el mundo es maravilloso. Otras veces es la presencia de los amigos, y sobre todo sus actos de cariño para con nosotros lo que nos alegra; o, viceversa, nos alegra darles a ellos alivio, compartir lo que les pasa. Se puede decir que nos alegra experimentar el orden de las cosas, cuando éstas suceden "como debe ser": cuando la persona buena triunfa, cuando se castiga al tramposo o al violento, cuando el amor y la solidaridad les ganan a la injusticia y a la envidia. Lo que nos alegra, de nuevo, puede entenderse como adhesión a la vida, a la realidad que nos rodea y que se manifiesta como algo bueno, no sólo adecuado a nuestras necesidades, sino abundante y generoso.

La fiesta es esa realidad que pone en evidencia el haber alcanzado esa certeza: la vida tiene aspectos que satisfacen nuestra necesidad de armonía, de acompañamiento, de novedad.
Por eso, en una fiesta hay, por un lado, tantos elementos casi rituales, que reflejan tradiciones y que nos hacen sentir en conexión con otras vidas humanas, porque hemos descubierto ese sentido profundo de la existencia que hace la vida digna de ser vivida. Pero en la fiesta, por otra parte, hay también lugar para lo novedoso, lo maravilloso, que manifiesta la inagotable capacidad de la realidad de dar origen a la vida. Nuevo y viejo se alternan para celebrar y sorprender. Algo de rito que nos liga a lo que siempre fue, y algo de fantasía que manifiesta que estamos vivos e interpretamos a nuestro modo la realidad. Platón dice que la fiesta es un "respiro", porque interrumpe la dureza del trabajo cotidiano, y esa palabra nos revela con fuerza por qué necesitamos tan intensamente de lo festivo: sin la fiesta, nuestra existencia no tendría respiro, no tendría pausas vitales.

Por otra parte, festejar es manifestar "riqueza", no material sino "riqueza existencial", para decirlo con las palabras del filósofo alemán Josef Pieper. Muchas veces esa riqueza existencial, esa exultancia, toma también la forma de un mayor lujo, de comidas más elaboradas o ropa nueva y elegante, de pequeñas "locuras", como nos gusta decir a las mujeres. Todo eso tiene sentido en la medida en que se capte el valor profundo de la celebración, que no está en las cosas, sino en la presencia de las personas, de su amor recíproco, de la alegría que esas presencias amadas nos producen.

La fiesta es también un momento propicio para darnos cuenta de que la vida vale la pena de ser vivida, a pesar de las dificultades y los sufrimientos, por eso la fiesta se relaciona también con el culto, esa peculiar manera de ponernos en presencia de Dios, autor de cuanto existe y garantía de que el bien triunfe sobre el mal. Aún para la persona no creyente, la fiesta implica una dimensión que va más allá de las rápidas respuestas o negaciones cotidianas, porque a través de la alegría, si ésta es auténtica, descubrimos que amamos la vida y lo que hay en ella, y esto es suficiente para elevarnos a un nivel más alto.

¿Podríamos llamarlo "cielo"? Bien, una buena fiesta es siempre un anticipo del cielo.  

María Paola Scarinci de Delbosco


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